Historias del Iberá

Artesanas del alma: Ángela

El espartillo es una gramínea originaria de Sudamérica. Crece en zonas costeras, dunas y orillas de cuerpos de agua, en general en suelos arenosos. Ángela me lo muestra. Se levanta de su silla de plástico blanca. Yo la sigo. Dejamos atrás el piso de tierra seca que rodea su patio y caminamos unos metros hasta llegar al pasto. Voy atrás. La miro mientras camina. El sol del mediodía nos acompaña como si quisiera orientarnos. Alrededor nuestro no hay nada, aunque esa nulidad es relativa. No hay nada para mis ojos urbanos. En realidad hay todo. Me pregunto qué estarán viendo sus ojos, que habrán visto.

Hace unos minutos estábamos sentadas en ronda mientras ella hablaba. Angela es una mujer fuerte. Vive en Colonia Carlos Pellegrini, a 360 km de la Ciudad de Corrientes. Pero ese no es su hogar. Me cuenta con brillo en sus ojos de una isla donde la tierra es fértil, a dos horas en canoa de donde se encuentra ahora y donde parió a sus doce hijos. Le pregunto por qué se fueron de ese lugar. Veo cómo duda. No está segura. Después me dice que su migración tuvo que ver con que en algún momento, “dejaron de comprarle los cueros”. Infiero que la prohibición de caza de yacarés, ciervos y carpinchos en Iberá fue el desencadenante de su éxodo. Entiendo que a pesar del aislamiento isleño en el que vivían, necesitaban del intercambio con el mundo exterior. Ahora su marido e hijos varones trabajan a sueldo en los campos de alrededor.

A pocos metros está la casa en la que viven hoy en día. Las paredes son de barro, chapas, bolsas de plástico y material. Angela no sabe con exactitud cuántos años tiene, tampoco está segura de las edades de sus hijos. Muchos no tienen documentos. Para ellos no significa más que un papel, aunque no puedo estar segura de lo que piensan. Me cuesta no caer en el etnocentrismo de querer hacer algo, de pensar que estarían mejor en otro lugar. Freno mis pensamientos de impotencia, de ganas de traer un médico, maestras, televisores, teléfonos, algo que los acerque al mundo que existe, al mundo que yo conozco. Pienso en si sabrán quién es Messi. Cuido mis preguntas. No quiero incomodarlas. Hablo en plural porque de a poco sus hijas van saliendo de la casa. Me imagino que el tiempo que demoraron en salir fue consistente con su hermetismo. Fueron los minutos que necesitaron para sentir la confianza de mostrarse. Las veo acercarse de a una. Pienso en las que todavía están adentro de la casa, espiando por alguna de las ranuras de chapa. Tres de ellas se acercan a saludarme. Tienen puestos sweaters de colores. Yo tengo calor. Siento cómo el sol me quema la piel. Me miro la ropa y me arrepiento de haberme vestido así. Tengo una musculosa y unos jeans rotos en las rodillas. Tendría que haberme puesto otra cosa, pero trato de aceptar el choque entre las dos realidades tal como se me presenta.

Mi llegada a la casa de Ángela y la de sus hijas tuvo que ver con una propuesta de Leonor. Fue ella quien hace unos años tuvo la iniciativa de acercarse a estas mujeres. Leonor es parte de la familia de Ñandé Retá Lodge. Impulsada por la visión de crear un espacio de encuentro para que mujeres como Ángela tuvieran acceso a un lugar seguro en el que pudieran compartir sus conocimientos, creó un taller de artesanías en el quincho de la hostería. Me cuenta acerca de las dificultades que tuvo para convencerlas de participar. Leonor tiene un vínculo noble con éstas mujeres. Se nota cómo confían en ella. Las abraza, las trata con cariño. Ellas lo disfrutan, se ríen, se percibe cierto orgullo en el aire. Mi función es acompañarla y observar para después compartir sus historias en este blog.

El taller de artesanas, artesanas del alma, como eligieron llamarse, es la única actividad social que éstas mujeres tienen. Hoy en día se reúnen todos los martes y jueves para elaborar las piezas que más tarde se exhiben en un mostrador de la hostería para que los turistas las compren. Trabajan en telares y con espartillo. El espartillo. Ángela se agacha para mostrármelo. Lo agarra con sus manos curtidas. Vuelvo a pensar en mi idea de que no hay nada. Es mentira. Hay mucho, solo que mis ojos no lo ven. Le hago muchas preguntas: Cómo lo cortan, cuánto tarda en secarse, cuánto tardan en hacer las canastas, paneras, individuales. Me doy cuenta de que voy muy rápido. Ángela contesta todas mis preguntas. Lo cortan con machete, si hay mucho sol tarda un día en secarse, tardan dos o tres días en hacer una pieza.

Volvemos caminando. Ahora en el patio hay más mujeres. Ángela le indica a una de sus hijas que traiga la panera en la que está trabajando. Se va corriendo entusiasmada a buscarla. Se mete entre los árboles hacia el campo. Me la imagino cociendo el espartillo durante el día, rodeada de gallinas y perros, ovejas y tierra. Mucha tierra. Me pregunto en qué pensará mientras sus manos confeccionan la panera que posiblemente compre un turista y ponga en una mesa muy distinta a la de ella. Se llama Johana. Con una sonrisa enorme me muestra su arte.